18:51 | Autor Iglesia Hogar
Ser hombre
Esta humanidad no responde al ideal platónico y aristotélico, según el cual el verdadero hombre sería aquel que vive solo en la contemplación de la verdad, y así es beato, feliz, porque tiene amistad solo con las cosas hermosas, con la belleza divina, mientras que “los trabajos” los hacen otros. Esta es una suposición, mientras que aquí se supone entrar como Cristo en la miseria humana, la toma consigo, va a las personas sufrientes, se ocupa de ellas, y no sólo exteriormente, sino que las tome sobre sí interiormente, recoja en sí mismo la “pasión” de su tiempo, de su parroquia, de las personas a él confiadas.

Así Cristo mostró su verdadero humanismo. Ciertamente su corazón está siempre fijo en Dios, ve siempre a Dios, íntimamente está siempre en diálogo con Él, pero Él lleva, al mismo tiempo, todo el ser, todo el sufrimiento humano entra en la pasión. Hablando, viendo a los hombres que son pequeños, sin pastor, Él sufre con ellos, y nosotros sacerdotes no podemos retirarnos a un Elysium, sino que estamos inmersos en la pasión de este mundo y debemos, con la ayuda de Cristo y en comunión con Él, intentar transformarlo, de llevarlo hacia Dios.

Precisamente esto se dice, con el siguiente texto realmente estimulante: «habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas” (Hb 5, 7). Esto no es solo una indicación de la hora de angustia en el Monte de los Olivos, sino que es un resumen de toda la historia de la pasión, que abraza toda la vida de Jesús. Lágrimas: Jesús lloraba ante la tumba de Lázaro, estaba realmente tocado interiormente por el misterio de la muerte, por el terror de la muerte. Personas que pierden al hermano, como en este caso, a la madre y al hijo, al amigo: toda la terribilidad de la muerte, que destruye el amor, que destruye las relaciones, que es un signo de nuestra finitud, de nuestra pobreza. Jesús es puesto a prueba y se confronta hasta lo profundo de su alma con este misterio, con esta tristeza que es la muerte, y llora. Llora ante Jerusalén, viendo la destrucción de la bella ciudad a causa de la desobediencia; llora viendo todas las destrucciones de la historia del mundo; llora viendo cómo los hombres se destruyen a sí mismos y sus ciudades en la violencia, en la desobediencia.

Jesús llora, con fuertes gritos. Sabemos por los Evangelios que Jesús gritó desde la Cruz, gritó: “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34; cfr. Mt 27, 46), y que gritó una vez más al final. Y este grito responde a una dimensión fundamental de los Salmos: en los momentos terribles de la vida humana, muchos salmos son un fuerte grito a Dios: “¡Ayúdanos, escúchanos!”. Precisamente hoy, en el Breviario, hemos rezado en este sentido: ¿Donde estás, Dios? “Como ovejas de matadero nos entregan” (Sal 44, 12). ¡Un grito de la humanidad sufriente! Y Jesús, que es el verdadero sujeto de los Salmos, lleva realmente este grito de la humanidad a Dios, a los oídos de Dios: “¡Ayúdanos y escúchanos!”. Él transforma todo el sufrimiento humano, tomándolo en sí mismo en un grito a los oídos de Dios.



En realidad la Carta a los Hebreos dice que “ofreció oraciones y súplicas”, “gritos y lágrimas” (5, 7). Es una traducción correcta del verbo prosphèrein, que es una palabra cultual y expresa el acto de la ofrenda de los dones humanos a Dios, expresa precisamente el acto del ofertorio, del sacrificio. Así, con este término cultual aplicado a las oraciones y lágrimas de Cristo, demuestra que las lágrimas de Cristo, la angustia del Monte de los Olivos, el grito de la Cruz, todo el sufrimiento no son algo al lado de su gran misión. Precisamente de esta forma Él ofrece el sacrificio, hace de sacerdote. La Carta a los Hebreos, con este “ofreció”, prosphèrein, nos dice: esta es la realización de su sacerdocio,
así lleva la humanidad a Dios, así se hace mediador, así se hace sacerdote.
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